Mientras asesinan inocentes en Israel y Gaza
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MELBOURNE – El mes pasado me invitaron, junto con otros académicos de la Universidad de Princeton, a ver una compilación de filmaciones sin editar tomadas por cámaras GoPro que llevaban encima hombres de Hamás mientras asesinaban a civiles el 7 de octubre en Israel. También había material audiovisual procedente de dashcams y cámaras de control de tránsito, comunicaciones intervenidas y teléfonos de las víctimas.
En la invitación se avisaba que el material mostraba escenas de violencia y asesinato horribles. En general evito ver películas violentas, así que mi respuesta instintiva hubiera sido rechazar la invitación. Pero puesto que a menudo he señalado los avances que hemos hecho a lo largo de los milenios en ampliar el círculo de nuestras preocupaciones éticas, decidí que no podía negarme a ver algo que podía poner en duda mi optimismo.
«Maldad» no es una palabra que use a menudo, pero lo que vi fue maldad en su expresión más pura: hombres armados con rifles de asalto yendo de casa en casa en un kibbutz y matando a tiros a familias indefensas y aterrorizadas, grabando sus asesinatos y gritando «Dios es grande». Matan a un padre delante de sus dos hijos pequeños. Le cortan la cabeza a una de sus víctimas y dicen que se la darán a la muchedumbre para que juegue. Vemos jóvenes en un festival de música, presas del pánico, asesinados a tiros mientras tratan de ocultarse o huir. Y según las cifras oficiales israelíes, eso que veía era sólo una fracción de los 1200 asesinatos que cometieron ese día las fuerzas de Hamás.
Be’eri es un kibbutz cerca de Gaza, fundado sobre principios socialistas, que ha mantenido sus valores de izquierda a pesar del marcado giro de Israel en sentido contrario. Sus integrantes se han opuesto al actual gobierno de derecha israelí y estaban convencidos de que la paz con los palestinos todavía era posible. Algunos de ellos ayudaron a trasladar gazatíes dentro y fuera de Israel para que recibieran tratamiento médico. A Hamás eso no le importó. En Be’eri, los asesinos mataron a 97 personas.
Cuando el ejército israelí reveló este material a periodistas, su vocero, el almirante Daniel Hagari, dijo: «Queremos ayudarnos a entender por qué estamos en guerra y por qué luchamos». En ese momento (23 de octubre), la cifra de muertos en Gaza, según el ministerio de salud dirigido por Hamás, acababa de superar los 5000.
El video me ayudó a comprender por qué Israel está dispuesto a aceptar las muertes de tantos palestinos. Mirando esas matanzas espantosas, no pude evitar sentir que los asesinos debían morir. Ese sentimiento no está mal en sí mismo: lo que en general está mal es actuar movidos por ese sentimiento, ya que sólo sirve para empeorar una situación que ya era mala. Para cuando vi las filmaciones, Hamás decía que los ataques de Israel habían matado a más de 20 000 gazatíes, incluidos más de 8000 niños y 6200 mujeres. Ningún deseo de venganza justifica eso.
La normativa internacional respecto de la conducta bélica ética prohíbe los ataques directos contra civiles, pero consiente los ataques a objetivos militares en los que se sabe que morirán algunos civiles. Esta normativa deriva de lo que se conoce como la doctrina del doble efecto, una línea de pensamiento ético que se remonta al teólogo católico medieval Tomás de Aquino. Según esta idea, un acto que normalmente sería malo (por ejemplo, matar a un inocente) puede ser permisible si es un efecto colateral no deseado de un acto permisible (por ejemplo, atacar un objetivo militar en el contexto de una guerra justa), siempre que el beneficio obtenido supere el daño.
La vaguedad de la última condición (conocida como requisito de proporcionalidad) le permite a Israel asegurar que no viola las normas de la guerra. Pero una investigación más detallada de acciones militares concretas de Israel deja en claro que sus ataques van más allá de cualquier creencia razonable en la obtención de beneficios militares que superen el daño a civiles.
El New York Times investigó una de esas operaciones, un bombardeo del 31 de octubre contra un vecindario residencial de Jabaliya, en el norte de Gaza. Israel declaró que el objetivo del ataque era Ibrahim Biari, un alto comandante de Hamás al que acusó de haber tenido un papel «central» en la masacre del 7 de octubre, y afirmó que murió en el ataque. Un observatorio de guerra británico dijo que también murieron 126 civiles (hay estimaciones incluso más altas). El Times citó esta declaración de Larry Lewis, ex alto asesor del Departamento de Estado de los Estados Unidos para la cuestión de las víctimas colaterales: «La disposición a aceptar este nivel de daño a civiles va mucho más allá de lo que he visto en operaciones del pasado».
Si Biari tuvo un papel central en los hechos que vi filmados, era una persona con una capacidad extraordinaria para el mal, y merecía que se lo juzgara. Pero eso no justifica matar a 126 civiles.
Además de que Israel esté dispuesto a matar a numerosos civiles para lograr objetivos militares no esenciales, tenemos que hablar de la restricción al ingreso de alimentos, agua y combustible que ha impuesto a Gaza. Human Rights Watch acusó a Israel de usar el hambre como arma bélica, lo cual constituye un crimen de guerra, y vuelve creíble la asombrosa afirmación que hizo el mes pasado el ministro de asuntos exteriores de Jordania, Ayman Safadi, quien dijo que Israel está llevando adelante un «intento sistemático de vaciar a Gaza de su gente», algo que en su opinión entraría «en la definición legal de genocidio».
Es una acusación sorprendente, sobre todo para un estado‑nación fundado después de un genocidio. El gobierno de Israel puede refutarla deteniendo las hostilidades y permitiendo el ingreso a Gaza de los elementos esenciales que necesita su gente.
* Traducción: Esteban Flamini.
**Publicado con la autorización de Project Syndicate.