El invierno nuclear
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Los trabajos a que voy a referirme han sido realizados mancomunadamente por cuatro científicos: Richard Turco, Brian Toon, Thomas Ackerman y James Pollack, además de yo mismo. Al estudio se le ha dado el nombre de TTAPS, por las iniciales de sus autores. Nuestra idea era calcular, en función de una amplia gama de posibles esquemas de guerra nuclear, cuáles serían las consecuencias sobre el clima terrestre.
Para comenzar, voy a referirme a nuestra hipótesis de base, a saber, una guerra nuclear en la que estallan bombas con un total de 5.000 megatones, lo que representa entre un tercio y la mitad del conjunto de los arsenales estratégicos de la Unión Soviética y de Estados Unidos y no constituyen mucho menos la peor de las guerras nucleares imaginables. Los resultados que aquí voy a exponer fueron estudiados en una reunión especial celebrada en Cambridge, Massachusetts, EUA, en abril de 1983 por cien especialistas de la cuestión. Otros ocho o diez grupos de todo el mundo han llevado a cabo estudios en el mismo sentido, entre ellos dos en la Unión Soviética. Otros estudios se han efectuado en Alemania, en Australia y en Estados Unidos (Centro Nacional de Investigaciones Atmosféricas, Laboratorio de Armas Lawrence Livermore, etc.). Actualmente se inicia un nuevo estudio en Los Alamos.
Lo que ahora voy a exponer no es simplemente la conclusión de nuestro grupo. En efecto, los resultados a que han llegado los grupos antes mencionados son más o menos los mismos. Deseo recalcar que existen divergencias en ciertos puntos menores. Por ejemplo, podemos tener una opinión diferente en cuanto a cuáles son los esquemas con más probabilidades de convertirse en realidad. Pero, como indicaré más adelante, las consecuencias resultan sorprendentemente independientes del tipo de guerra que se produzca, siempre que supere un cierto número de megatones. Y no es que intente en modo alguno afirmar que en este punto todo está ya dicho. Esa es mucho el trabajo que queda por hacer.
Los resultados a que aquí voy a referirme se basan en lo que se llama un modelo unidimensional en el que las minúsculas partículas se mueven libremente de un lado a otro según las leyes de la física, pero en el que la propagación en latitud y en longitud no se realiza ni mucho menos con exactitud. El Dr. Alexandrov hablará del primer modelo tridimensional soviético en el que se intenta describir la propagación cuantitativamente en latitud y en longitud. Sus resultados son en general bastante similares a los del Centro Nacional de Investigaciones Atmosféricas. También aquí parece producirse una notable convergencia de los resultados.
Así pues, consideremos la hipótesis básica de los 5.000 megatones a la que me refería antes; en esta hipótesis el ataque se dirige tanto contra las ciudades como contra objetivos compactos como los silos para misiles, de modo que el bombardeo producirá al mismo tiempo hollín y polvo fino. La consecuencia inmediata de tal guerra que normalmente tendría lugar en las latitudes medias del hemisferio norte es que en la zona bombardeada el sol se velaría con el hollín y el polvo y al día se volvería noche.
Al propagarse las finas partículas, primero en longitud y después en latitud, las cosas se vuelven más brillantes, pero al parecer en las mencionadas latitudes sólo quedaría aproximadamente el uno por ciento de la luz solar normal en un día despejado. Y, como explicará con más detalle el Dr. Ehrlich, tal fenómeno es ya de por sí sumamente peligroso para la fotosíntesis de las plantas. Numerosas variedades vegetales del hemisferio norte (y, como expondremos más adelante, también del hemisferio sur) se encontrarán en grave trance cuando el sol desaparezca hasta ese extremo. Desaparición que puede durar un lapso de tiempo importante, probablemente unos cuantos meses o quizá mucho más.
Como la cantidad de luz solar que alcanzaría la superficie de la Tierra disminuiría drásticamente y como esa luz solar es la que calienta el suelo, el frío se instalaría en este; en la hipótesis básica la disminución de la temperatura es muy importante, hasta alcanzar, según nuestros cálculos, más o menos los 23°C bajo cero. Estas serían las temperaturas continentales medias en el hemisferio norte, lejos de la costa; en las zonas litorales el frío intenso se vería atenuado.
Ello significa que el gran número de plantas, de animales y seres humanos expuestos morirían congelados.
Por otro lado, sabido es que en el incendio de un rascacielos, por ejemplo, muchas muertes se producen no por el fuego mismo sino por los gases tóxicos originados por la combustión de materiales sintéticos, materiales aislantes, cortinas y otras cosas por el estilo. En el incendio de las grandes ciudades habría mucho de esto; se plantearía pues un grave problema más: la formación de una neblina o smog tóxico que se mantendría al nivel del suelo durante un largo periodo de tiempo.
Además, las finas partículas que velan la luz solar estarán cargadas de radioactividad, y en la medida en que detectamos el movimiento de esas partículas, detectamos también las lluvias radioactivas que se producirán a plazo medio. En casi todos los estudios anteriores se suponía que toda la radioactividad que no se depositaba en medianamente en el suelo pasaba a la estratosfera, tardando mucho tiempo en caer hacia tierra, momento en el que ya había perdido buena parte de su efectividad.
En cambio, a nosotros nos parece que son muchas las finas partículas depositadas en la capa inferior de la atmósfera (otroposfera) que se precipitan más rápidamente. Las dosis de precipitación a plazo medio son considerablemente mayores, aproximadamente diez veces más importantes, que lo que se solía pensar hasta ahora.
Para dar una idea de esas cifras, en relación con nuestra hipótesis de base, algo así como el 30 por ciento de los territorios situados en las latitudes medias del hemisferio norte recibirían una dosis (en los casos en que el viento empuje las partículas radioactivas hacia los objetivos) de 250 rads aproximadamente, es decir, casi letal para los seres humanos no protegidos. La dosis de radioactividad a plazo medio originada lejos de los objetivos sería algo así como de 50 a 100 rads en todo el hemisferio norte.
Con dosis como esas, el sistema de inmunización humana, nuestra capacidad de resistencia a la enfermedad, empieza a estar en situación comprometida. Esta última dosis a plazo medio representa una radiación mucho más grave de lo que se suponía hasta ahora.
Después que el hollín y el polvo queden depositados, la luz solar llega de nuevo a la superficie de la Tierra y las cosas vuelven a calentar.
Ello significa que el gran número de plantas, de animales y seres humanos expuestos morirían congelados.
Por otro lado, sabido es que en el incendio de un rascacielos, por ejemplo, muchas muertes se producen no por el fuego mismo sino por los gases tóxicos originados por la combustión de materiales sintéticos, materiales aislantes, cortinas y otras cosas por el estilo. En el incendio de las grandes ciudades habría mucho de esto; se plantearía pues un grave problema más: la formación de una neblina o smog tóxico que se mantendría al nivel del suelo durante un largo periodo de tiempo.
Además, las finas partículas que velan la luz solar estarán cargadas de radioactividad, y en la medida en que detectamos el movimiento de esas partículas, detectamos también las lluvias radioactivas que se producirán a plazo medio. En casi todos los estudios anteriores se suponía que toda la radioactividad que no se depositaba en medianamente en el suelo pasaba a la estratosfera, tardando mucho tiempo en caer hacia tierra, momento en el que ya había perdido buena parte de su efectividad.
En cambio, a nosotros nos parece que son muchas las finas partículas depositadas en la capa inferior de la atmósfera (otroposfera) que se precipitan más rápidamente. Las dosis de precipitación a plazo medio son considerablemente mayores, aproximadamente diez veces más importantes, que lo que se solía pensar hasta ahora.
Para dar una idea de esas cifras, en relación con nuestra hipótesis de base, algo así como el 30 por ciento de los territorios situados en las latitudes medias del hemisferio norte recibirían una dosis (en los casos en que el viento empuje las partículas radioactivas hacia los objetivos) de 250 rads aproximadamente, es decir, casi letal para los seres humanos no protegidos. La dosis de radioactividad a plazo medio originada lejos de los objetivos sería algo así como de 50 a 100 rads en todo el hemisferio norte.
Con dosis como esas, el sistema de inmunización humana, nuestra capacidad de resistencia a la enfermedad, empieza a estar en situación comprometida. Esta última dosis a plazo medio representa una radiación mucho más grave de lo que se suponía hasta ahora.
Después que el hollín y el polvo queden depositados, la luz solar llega de nuevo a la superficie de la Tierra y las cosas vuelven a calentar.
*Extracto de «El invierno nuclear», de Carl Sagan. Fragmentos de la relación abreviada de una reunión sobre las consecuencias mundiales de la guerra nuclear. Washington, 8 de Diciembre de 1983.