Fake news y ultraderecha: matrimonio por conveniencia y un desafío de época para el periodismo
Fake news y ultraderecha: matrimonio por conveniencia y un desafío de época para el periodismo
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Las fake news: la (ultra)derecha es el sector político que las usa con el mayor entusiasmo y el menor pudor. Y no lo digo yo. Lo dicen una serie de estudios que preocupados por el fenómeno lo han explorado buscando correlaciones. Uno de ellos, publicados en la prestigiosa revista Science (Guess y otros, 2019) y que lo estudia para el caso estadounidense señala que, aun sabiendo que se trata de información falsa, los usuarios que se identifican con esas posturas (los pro-Trump) son más activos en su diseminación digital en redes, especialmente en Facebook. Se trata de todo un circuito que realiza la fake y que ya lo estamos viendo también en Chile, calcado a cómo ocurre en EE.UU., en España o en otros países donde la extrema derecha opera con fuerza con estos métodos. Comienza por una red social – generalmente Twitter o Facebook- desde ahí es impulsada activamente por usuarios de ultraderecha para, ojalá, convertirla en tendencia; ese impulso es estimulado y dirigido por “autoridades de red” (usuarios con mucho engagement) que posicionan la fake news; a partir de ahí la suele azuzar alguna autoridad política del mundo no virtual (el mundo off line), un diputado o un presidente de partido, por ejemplo.
Era cosa de tiempo y perfectamente predecible: el ascenso político de la ultraderecha trae consigo el uso intenso de fake news. Es una correlación ya comprobada, globalmente además. Y para el caso chileno es lo que hemos podido ver en el contexto electoral actual. Una senadora diciendo en la franja electoral que la Convención Constitucional quiere cambiar el himno y la bandera (cuando en realidad eso ni siquiera se ha discutido), un recién electo diputado señalando que el programa donde estuvo su candidato presidencial logró una audiencia de 6 millones de personas (cuando en realidad fueron 819 mil), otro diputado en ejercicio denunciando una fiesta escandalosa de convencionales que nunca ocurrió, una radio de las más escuchadas de Chile, diciendo que esa inexistente fiesta fue “desenfrenada”, y un presidente de partido acusando a la Dra. Izkia Siches de deber una beca que no adeuda.
Y así podríamos seguir con una lista de mentiras políticas usadas por voceros/as de derecha, difundidas por medios y redes sociales. Se trata en todos los casos de mentiras que – y esto importante- están revestidas de verosimilitud. Mentiras verosímiles. ¿Cómo es posible? En buena parte porque la verosimilitud es transferida a las fake dado que quienes las impulsan son voces institucionales legitimadas (parlamentarios, dirigentes de partidos, famosos, etc.), y también – y este es un elemento clave- porque se visten y adquieren apariencia de información con valor periodístico.
Pero qué son las fake news? Se trata de iniciativas interesadas en manipular o falsear la verdad a través de la información. Es algo de larga data, nada nuevo. De hecho, la RAE tiene hace décadas un léxico equivalente en español: bulo. El bulo se suele presentar en formato periodístico, es decir, como noticia, para aprovechar la credibilidad que el periodismo a lo largo de los años ha construido con su público. De esta forma la mentira parasita de la credibilidad del oficio (y también lo daña). Las supuestas armas de destrucción masiva de Sadam Husein, por ejemplo, son un caso clásico que entró (trágicamente) a la historia de los bulos.
Pero las fake news también tienen elementos nuevos. En primer lugar, su modo de circulación y sus circuitos de difusión: por definición ocurren en el mundo digital. Son, en ese sentido, una expresión ligada a la inteligencia computacional. La difusión de fake es impulsada, en buena parte, por algoritmos; debido a lo mismo, su trazabilidad es mucho más compleja de lograr, porque informáticamente la huella de la mentira se esconde mucho mejor que analógicamente. Otra característica es que gracias a la tecnología digital las fake son baratas de producir. Asimismo, su puesta en circulación es muy simple gracias a la masificación de las plataformas móviles, a la existencia de las redes sociales y a los nuevos modos de consumo info-comunicacional de la ciudadanía. Muchos usamos las redes sociales y todos tenemos un teléfono móvil que miramos a cada rato, esto simplifica la elaboración de circuitos o de rutas que permitan que las fakelleguen, literalmente, a la palma de la mano de millones, y en cuestión de segundos.
Otra característica que vale la pena mencionar es que las fake news tienen un altísimo potencial de viralización. Efectivamente, según estudios realizados por el MIT, tienen un setenta por ciento mayor de probabilidad de viralizarse que una noticia real y, de acuerdo a la llamada “Ley del Tweet Incorrecto”, el desmentido de una noticia se ve mínimo tres veces menos que la información falsa. Además, las fake suelen operar reforzando el llamado “sesgo de confirmación”. En teoría de la comunicación está bastante probado que este sesgo funciona. Las audiencias a menudo necesitan y prefieren discursos que les confirmen sus creencias. Esos discursos penetran mejor en la mente cuando reafirman prejuicios, y menos cuando se busca movilizar representaciones mediante (contra) argumentación.
Hay algo más que se sabe de las fake news: la (ultra)derecha es el sector político que las usa con el mayor entusiasmo y el menor pudor. Y no lo digo yo. Lo dicen una serie de estudios que preocupados por el fenómeno lo han explorado buscando correlaciones. Uno de ellos, publicados en la prestigiosa revista Science (Guess y otros, 2019) y que lo estudia para el caso estadounidense señala que, aun sabiendo que se trata de información falsa, los usuarios que se identifican con esas posturas (los pro-Trump) son más activos en su diseminación digital en redes, especialmente en Facebook. Se trata de todo un circuito que realiza la fake y que ya lo estamos viendo también en Chile, calcado a cómo ocurre en EE.UU., en España o en otros países donde la extrema derecha opera con fuerza con estos métodos. Comienza por una red social – generalmente Twitter o Facebook- desde ahí es impulsada activamente por usuarios de ultraderecha para, ojalá, convertirla en tendencia; ese impulso es estimulado y dirigido por “autoridades de red” (usuarios con mucho engagement) que posicionan la fake news; a partir de ahí la suele azuzar alguna autoridad política del mundo no virtual (el mundo off line), un diputado o un presidente de partido, por ejemplo.
De ahí el salto a los medios, y por lo tanto, de pasar a ser cosa cierta, es cuestión de centímetros y se convierte en una decisión profesional, moral y política de los y las periodistas que deben optar por publicarla o no.
No hay todavía una respuesta clara de cómo enfrentar este fenómeno propio de nuestros tiempos, cotidiano en época de campaña, y cada vez más común en el mundo de las redes sociales. Pero sí hay algo claro: tal como la revista Science señala, las fake news “se mimetizan como información periodística”, haciéndose pasar por noticia verdadera.
Siendo así, es evidente que los y las periodistas están en la primera línea de este frente de batalla por la verdad. Ellos y ellas tienen, por lo mismo, un rol de primer orden en afrontar esta infodemia que, a su vez, es todo un desafío para la salud democrática de nuestro país. Dejar pasar una fake news, contrastarla, sospechar o desmentirla en vivo es hoy un asunto de compromiso con la democracia.
* Autorizada su publicación para ẞandalos, por Pedro Santander.