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La ausencia de la ley

La ausencia de la ley

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Es altamente dudoso que sepamos nada acerca del carácter natural de las sociedades, pero parece evidente que de un país habitado por una multitud de grupos étnicos no puede decirse siquiera que posea ese equivalente más próximo a los rasgos naturales que se da en llamar «carácter nacional». Si el que «lo semejante atraiga a lo semejante» es tan natural para la sociedad humana como el que pájaros de una misma especie formen bandada, podría decirse incluso que la sociedad americana es artificial «por naturaleza». Parece cierto, con todo, que por razones históricas, sociales y políticas es más probable que la violencia haga erupción en América que en la mayoría de los países civilizados. Y, no obstante, hay muy pocos países en que el respeto a la ley se halle tan hondamente arraigado y en que los ciudadanos sean tan observantes de las leyes.

La razón de esta aparente paradoja debe buscarse probablemente en el pasado de América, en la experiencia de en un país colonial establecer la ley frente a la ausencia de ley; una experiencia que culminó en la fundación de un nuevo cuerpo político y el establecimiento de una nueva ley del país en la Revolución Americana, pero que no concluyó aquí. Pues una experiencia similar fue la que más tarde se desplegó con la colonización del continente, así como con la integración de múltiples oleadas de inmigrantes a lo largo del siglo pasado. En cada una de estas ocasiones la ley hubo de confirmarse de nuevas contra la anomia que es inherente en todas las gentes desarraigadas.

Pienso que otra peculiaridad de la sociedad americana es más relevante en la situación presente. La libertad de reunión se cuenta entre los derechos cruciales, más celebrados y, acaso, más peligrosos de los ciudadanos americanos.

Cada vez que Washington no se muestra receptivo a lo que un número suficientemente grande de ciudadanos reclama, brota el peligro de violencia. Como la consecuencia de un poder frustrado, la violencia -el tomarse la justicia por la propia mano- es quizá más probable en América que en otros países.

Acabamos de atravesar un período en que la oposición a nuestras sangrientas aventuras imperialistas -a la que empezaron dando voz los campus univeristarios por razones fundamentalmente morales, y a la que apoyó el veredicto casi unánime de la opinión más cualificada del país con mucho- no sólo no encontró eco, sino que fue tratada por la Administración con abierto desprecio. Tal oposición, aprendida en la escuela de los movimientos de derechos civiles de los primeros sesenta, movimientos poderosos y no violentos, llegó así a las calles más y más enconada contra el «sistema» como tal. Pero el maleficio se rompió, y el peligro de violencia, inherente a la desafección de toda una generación, se conjuró cuando el senador McCarthy hizo de su persona el vínculo entre la oposición en el Senado y la oposición en las calles *1. Él mismo dijo que había querido «poner a prueba el sistema», y los resultados, aunque todavía no concluyentes, han sido tranquilizadores en algunos aspectos importantes. No sólo la presión popular ha forzado un cambio de política, al menos provisional; también se ha demostrado con qué rapidez la generación más joven puede «desalienarse», aprovechando la primera oportunidad no de abolir el sistema sino de hacerlo funcionar de nuevo.

El factor del racismo es el único con respecto al cual cabría hablar de una veta de violencia tan hondamente arraigada en la sociedad americana como para parecer «natural». «La violencia racial estuvo presente casi desde el inicio de la experiencia americana», tal como lo ha expresado el espléndido Informe sobre los Desórdenes Civiles.

Este país no ha sido nunca un Estado-nación y por ello le han afectado poco los vicios del nacionalismo y del chovinismo. Haciendo de la adhesión a la ley del país, y no del origen nacional, la principal piedra de toque de la ciudadanía y tolerando una considerable dosis de discriminación mutua en la sociedad, ha manejado con bastante éxito los obvios peligros de violencia interna que son inherentes a un cuerpo social multinacional. Pero nacionalismo y racismo no son la misma cosa, y lo que ha funcionado en relación con las fuerzas disruptivas del primero no lo ha hecho en relación con la fuerza destructiva del último.

En el Norte, donde pienso que el problema es más agudo que en el Sur, nos encontramos con un grupo desarraigado por una emigración reciente y que por tanto no es menos anómico que otros grupos inmigrantes en sus estados iniciales. Su llegada masiva en las últimas décadas ha acelerado la desastrosa desintegración de las grandes ciudades, a las que llegaron en el momento en que declinaba rápidamente la demanda de mano de obra no cualificada.

Todos conocemos las consecuencias, y no es ningún secreto que entre la población urbana el sentimiento racista ha ascendido hoy a niveles sin precedente. Es fácil culpar a la gente; menos fácil es admitir el hecho de que, tal como se están manejando las cosas, quienes más tienen que perder y quienes previsiblemente tendrán que pagar la, con mucho, mayor parte de la factura son justo esos grupos que acaban de «prosperar» y que menos pueden permitírselo. La impotencia engendra violencia, y cuanto más impotentes se sientan estos grupos de blancos, mayor es el peligro de violencia.

De la misma forma que «el poder controla al poder» (Montesquieu), así la violencia engendra violencia. A diferencia del nacionalismo, que normalmente se encuentra limitado por un territorio y que por tanto reconoce, al menos en principio, la existencia de una «familia de naciones» con todas ellas igual status, el racismo porfía siempre por la absoluta superioridad sobre todos los demás. De aquí que el racismo sea humillante «por naturaleza», y la humillación engendra incluso más violencia que la pura impotencia.

La violencia negra que ahora estamos viendo es política en la pequeña medida en que tiene la esperanza de escenificar agravios y quejas justificadas y de que ello sirva como infeliz sustituto del poder organizado. Ella es social en la medida mucho mayor en que expresa la ira violenta de los pobres en el seno de una sociedad sobreabundante, en la cual la privación ha dejado de ser el yugo de la mayoría y ha dejado por ello de sentirse como una maldición de la que sólo los menos están exentos. Ni siquiera la violencia por la violencia, que los extremistas predican -como distinta de los disturbios y saqueos por el whisky, la televisión en color y los pianos- es revolucionaria, dado que ella no es un medio para un fin. Nadie está soñando con ser capaz de tomar el poder. Si la cuestión fuera a ser una competición entre violencias, ¿duda alguien de quién iba a ganar?

El peligro real no es la violencia, blanca o negra, sino la posibilidad de una reacción blanca de tales proporciones como para poder invadir el dominio del gobierno ordinario.

Sólo una victoria de este tipo en las elecciones podría detener la actual política de integración. Las consecuencias serían un desastre sin paliativos: el final, quizá no del país, pero sí ciertamente de la República de América.

*Publicado originalmente en The New York Times, del 28 de abril de 1968.

**Traducción y notas de Agustín Serrano de Haro.

NOTAS

(1) Innecesario señalar que el Senador Mc.Carthy del texto nada tiene que ver con el más famoso Senador Mc.Carthy de principios de la década de los cincuenta; el primero lo era por Minnesota, el segundo lo fue por Wisconsin (N.d.T.).

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