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El incendiario

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Los criminólogos aseguran que un transgresor de la ley que es capaz de volver al sitio donde sembró terror y derramamiento de sangre, lo hace por cinismo y crueldad. Insisten en advertir que solo algunos asesinos regresan a la escena del crimen, porque no todos se atreven a tanto. El que lo hace es registrado como un delincuente atípico con características muy particulares que cuenta con una psique criminal única, que involucra además los procesos del consciente e inconsciente y reflejan lo que lleva en el alma. En lo que no hay duda es que el comportamiento de individuos así, determina el afán de protagonismo como producto de una personalidad sociópata que lo induce a querer demostrar su poderío y ufanarse de haber cometido un crimen perfecto. Es alguien que rinde culto a la barbarie: humillando, confundiendo y alterando la realidad como parte de su modus operandi. Lo que está sucediendo en las diferentes ciudades del país cuando se aparece Álvaro Uribe es comparable con la conducta de otros como él, capaces de volver a la escena del crimen sin ningún gramo de arrepentimiento. Tiene que haber dentro de sí una carga de crueldad y maldad inmensa para tener el descaro de aparecerse por las diferentes regiones de Colombia donde con su decisión, omisión e intervención como máximo dirigente, se vivieron episodios de violencia extrema, escenas dantescas que aún se viven y que destruyeron la vida de millones de colombianos en su gran mayoría gente humilde y campesina: los más vulnerables, olvidados, despreciados e ignorados.


Por culpa del paramilitarismo, la incursión guerrillera y los ataques militares, millones de compatriotas fueron despojados de sus tierras, obligados a desplazarse y refugiarse en los cordones de miseria de las diferentes ciudades del país padeciendo miedo, necesidades y hambre. No saben cómo han podido sobrevivir y resistir tanta crueldad en medio de un conflicto que no se pudo acabar ni siquiera con la firma de un acuerdo de paz, porque la consigna del uribismo y el mandato a Iván Duque era regresar a la violencia para postrar a Colombia en el caos y volver trizas el acuerdo de paz firmado con las FARC. Siempre se dijo que no era un acuerdo perfecto que ningún acuerdo de paz lo es ni ha sido ni lo será. Pero, lo que sí es indiscutible es que «nunca ha habido una buena guerra ni una mala paz», como dijo Benjamín Franklin uno de los padres fundadores de Estados Unidos y figura principal en la independencia norteamericana.


Para cualquier ser humano que todavía tenga compasión e intente ponerse en el lugar de su semejante, resulta indignante e incomprensible ver la frialdad y desfachatez con la que Álvaro Uribe se apareció también en Soacha, el municipio de Cundinamarca donde viven algunas de las madres que se quedaron esperando a sus hijos, engañados con promesas de empleo y después se descubrió que habían sido fusilados a cientos de kilómetros de sus hogares, vestidos como guerrilleros para camuflarlos y hacerlos pasar como bajas en combate. Galardón macabro con el que accedían a bonificaciones los comandantes militares convertidos en asesinos y no en héroes de la patria. Este hecho escabroso es uno de los episodios de la historia de Colombia que parece creado por un autor de novela negra con elementos sórdidos propios del realismo que se le imprime al ambiente violento del gansterismo y el crimen organizado. Adicional al sufrimiento de la pérdida de sus hijos, ahora algunas de las madres de Soacha están escondiéndose de la justicia porque tienen deudas millonarias con los cementerios públicos y privados donde están sepultados los restos de sus seres queridos hasta que terminen las investigaciones de los asesinatos. ¿Cuándo? no se sabe, por ahora, lo cierto es que no pueden pagar más de 10 años de mora con los cementerios y ni siquiera visitar las tumbas de sus hijos por miedo a la persecución por una deuda de $150 millones que les hizo el gobierno asesinando lo que más amaban en la vida.


Hay que tener un corazón muy perverso para insistir en mantenerse al mando promoviendo el terror y pretender pasar por encima de las matanzas, homicidios sistemáticos de líderes sociales y de uno de los genocidios más atroces que se conozcan, como fueron las ejecuciones a mansalva de civiles: los llamados falsos positivos. Para cualquier otra sociedad del planeta un suceso de esta magnitud no habría sido tolerado y sus responsables estarían tras las rejas.


En 2018 por asuntos menos graves millones de surcoreanos salieron a las calles a protestar por los actos de corrupción de la expresidenta Park Geun – Hye. El pueblo unido exigió su expulsión y fue condenada a 24 años de cárcel por abuso de poder y corrupción. Los surcoreanos no soportaron la indecencia de su gobernanta y la sacaron con una de las protestas más grandes que se hayan visto en el mundo. Es claro que en Sur Corea no hubieran permitido que algo tan escabroso como el fusilamiento de los hasta ahora 6402 jóvenes, quedara impune.


Parece que en Colombia ha habido cambios de conciencia y no todo está perdido a raíz del estallido social del 28 de abril de 2021, liderado principalmente por la juventud para atajar un atropello tributario propuesto por Duque, en medio de una pandemia.


Álvaro Uribe entre otros cientos de delitos ha sido señalado como uno de los principales promotores de la parapolítica e implicado directo en su papel de jefe de Estado en la desaparición y asesinato de los 6402 inocentes. Es inconcebible que insista y quiera seguir gobernando en tercera persona como lo ha hecho con Duque, aunque ahora intente mostrar sus diferencias y pocos nexos con su ahijado político. Repartir panfletos para intimidar ciudadanos y ejercer presión para obligarlos a votar por otros títeres que seguirá moviendo a su antojo, es realmente un acto extremadamente perverso. ¿Cómo después de tanta sangre inocente regada a lo largo y ancho del país quiere seguir apoltronado como cabecilla y jefe supremo? Ya se sabe que Uribe llegó al poder con violencia e intimidación ejercida sobre todo en las regiones por paramilitares que lo impusieron como jefe de Estado. El uribismo no nació de seguidores convencidos por sus brillantes propuestas políticas, eso ya los colombianos lo entendieron y parece que se les fue el miedo de enfrentarlo y por eso se han unido para hacerle ver que no le creen y por sus actos no pueden quererlo. A millones les resulta repugnante escuchar su voz pausada queriendo pasar por buen ciudadano, hablando por megáfono, fingiendo conmoverse por los asesinatos y culpar al narcotráfico por el desastre humano que vive Colombia como si él como expresidente, exgobernador, exsenador, exdirector de Aerocivil, no estuviera íntimamente untado.

Por eso ahora el “engañado e inocente Álvaro”, se cree con el derecho de pedir apoyo para el Centro Democrático, repartiendo volantes por las principales ciudades de Colombia para respaldar candidatos que posiblemente si son elegidos también lo engañen y él continúe afligido con tantas traiciones pero atesorando riquezas “gracias a su trabajo y esfuerzo”. Álvaro Uribe quiere mostrarse como un hombre ejemplar que además, multiplica de manera asombrosa su patrimonio a pesar de sus «modestos salarios públicos» con los que ha logrado él y su familia acumular una fortuna en tierras y 72 bienes entre los cuales hay haciendas, lotes, fincas, apartamentos, varios conjuntos residenciales y negocios inmobiliarios que aparecen a nombre de sus hijos y su esposa Lina, según investigación reciente publicada por el portal Vorágine.


Volver a las escenas de crimen en diferentes lugares del país donde se ha regado sangre inocente, sirve para remover el dolor, exacerbar la ira contenida de todo un pueblo y especialmente de los jóvenes que ya no pueden más con tantas necesidades. Los gritos e insultos de paraco, asesino no es más que la materialización de la impotencia que produce ver el cinismo de uno de los personajes más siniestros de la historia del país; no se sabe aún cómo en una existencia tan insignificante puede caber tanta maldad.

Con la frialdad que lo caracteriza Uribe tiene el morro de mantenerse en «campaña” recorriendo ciudades y pueblos, acompañado de su séquito de escoltas, mostrándose sonriente sabiendo que su sola presencia representa para millones de compatriotas, una lluvia de sal en las heridas abiertas de campesinos, madres, padres, huérfanos que no saben cómo han podido sobrevivir al horror que sembró la seguridad democrática de las presidencias de Uribe registradas en la historia del país como una de las más sangrientas y pavorosas que se recuerdan y que quién sabe cuándo puedan cicatrizar.

El que se siente omnipotente sin duda también tiene una soberbia desbordada y solo alguien así puede atreverse a pisar las heridas de su pueblo y seguir obsesionado con mantener un sistema de odio y crueldad respaldado por las Fuerzas Militares y medios de comunicación, responsables y cómplices de la desinformación con la que se ha manipulado la conciencia popular de varias generaciones.
Generalmente los hechos terminan siendo más contundentes que las palabras y los discursos con los que anestesiaron por tanto tiempo a millones de colombianos ya no cumplen su siniestra misión. Los ciudadanos a punta de sufrimiento, hambre, dolor, miseria, destierro, amargura, decepción, se arrancaron la venda de los ojos y ya saben que Uribe no fue el presidente ni mucho menos el líder político con propuestas que redundaron en beneficio de la Nación. Uribe fue impuesto a punta de metralleta y motosierra con la ayuda narco paramilitar y una prensa encubridora que lo escondió y protegió, manipulando a un pueblo con información mentirosa, pueblo que siguió sagradamente noticieros de televisión o la lectura de los diarios oficiales que les narraban historias haciéndoles creer que se estaba ganando una guerra cuando en realidad se ungía a un genocida.


Esa es la razón por la que ahora, cuando se aparece en los barrios y ciudades donde todavía está fresca la sangre de cientos de miles de seres queridos asesinados y torturados bajo la seguridad democrática, lo que ven es al verdadero Álvaro Uribe, uno de los personajes más siniestros que ha tenido el país y que ha contado con el apoyo directo de fiscales y jueces que no se han atrevido a hacer justicia sin importar quedar en deuda con el pueblo de Colombia, porque no fueron capaces de cumplir su deber haciendo respetar las leyes ni la Constitución a pesar de la acumulación de expedientes plagados de pruebas. Quedó comprobado que no hay autoridades ni nacionales ni internacionales que puedan fallar en Derecho y aplicar la pregonada democracia sumergida en el lodo de la impunidad. Las instituciones de la supuesta democracia colombiana están tomadas por la corrupción y por eso se popularizaron los carteles hasta en las altas Cortes de Justicia, algo que recuerdo durante mi paso por la facultad de Derecho, era  impensable porque de lo poco que se suponía incorruptible y se consideraba inmaculado era la honorable Corte Suprema de Justicia, Corte Constitucional, Consejo de Estado. Colombia es uno de los países que tiene carteles en muchos áreas y siguen apareciendo, lo increíble es que se aceptan y normalizan ante la opinión pública sin producir mayor conmoción.


El cartel de la toga es un ejemplo vergonzoso: ¡magistrados de la Corte Suprema de Justicia! se prestaron para cometer delitos y violar la Constitución Política, el Código Penal y el juramento de obediencia y respeto a la ley. Y así, a cada hecho de corrupción o de crimen se le va bautizando folcloricamente y sirve para hacer charlas entre amigos. Los actos de corrupción se mencionan como si se trataran de anécdotas que dan risa y se relegan a un segundo plano, porque un escándalo va cubriendo otro y así el poco rechazo e indignación popular casi siempre, se vuelve menos importante que un partido de fútbol o que una telenovela o chisme de farándula. Se aproximan las elecciones y millones de colombianos siguen llenando plazas públicas y revelando sus preferencias también por redes sociales; se interpreta que quieren y sobre todo necesitan un cambio estructural en todo sentido político, económico, social  y están dispuestos a conseguirlo sacando a Uribe y su Centro Democrático conocido como Centro demoniaco. Uribe también estuvo recientemente en la Comuna 13 en Medellín, su presencia revolvió el dolor y el sentimiento de impotencia e injusticia que dejó “la operación Orión”. A nadie se le ha olvidado que en octubre de 2002 sus padres, familiares o amigos murieron o desaparecieron en la incursión que hizo la Policía Nacional, la Fuerza Pública y  paramilitar ordenada por el entonces presidente Álvaro Uribe y su Ministra Marta Lucía Ramírez, actual vicepresidenta que recientemente adquirió más popularidad y de la mala por su amistad con el Memo Fantasma, sus “dramas familiares” a causa de la captación de mulas para transportar cocaína que hacía su hermano.

Bueno, esto es una historia que no termina, pero es probable que ahora los colombianos que ya no tienen miedo y no les importa morir porque están muriendo en vida, aprovechen la oportunidad histórica que tienen para construir un nuevo país equitativo y humano.

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