El lavado de cerebro
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La cualidad de estar oculto o encubierto, o de ser solapado, subterráneo, indetectable o imprecisable —invisible a todos los efectos prácticos y, por esa misma razón, formidable, irresistible y, muy probablemente, imbatible—, representa, sin embargo, un nuevo salto verdaderamente trascendental en la historia de la tecnología del lavado de cerebro. Estamos envueltos en una apretada telaraña de vigilancia electrónica, y, sabedores de ello o no, voluntariamente o no (y, en cualquier caso, sin que nadie nos haya pedido permiso para ello), nos hemos visto arrastrados a ejercer también el papel de arañas que tejen dicha tela (o de dóciles y muy a menudo entusiastas acólitos de esos arácnidos tejedores).
El lavado de cerebro contemporáneo presenta esa maldición disfrazada de bendición: la función manifiesta de los algoritmos, la principal arma del actual lavado de cerebro, es —por citar a Luke Dormehl— «permitirnos navegar por los 2,5 quintillones de bytes de datos que se generan cada día (un millón de veces más información que la que el cerebro humano es capaz de retener) y extraer conclusiones prácticas de ello». La bendición aparente que tales funciones quieren darnos a entender que representan para nosotros es la esperanza de que los ordenadores, con sus algoritmos incorporados, nos transporten seguros por los océanos de datos en los que nos ahogaríamos si tratáramos de nadar (o, más aún, si intentáramos bucear) en ellos por nuestra propia cuenta; de hecho, una simple consulta en Google nos deslumbra con la repugnante, desalentadora e intransitable inmensidad de esas aguas. La maldición latente, sin embargo, es que aquellos a los que se «nos» permite navegar por los océanos de datos tendemos a ser, para empezar, los poderes fácticos —los poderes que nos vigilan—, y que las «conclusiones prácticas» que los navegantes de esa clase extraen les permiten calarnos con precisión a cada uno de nosotros individualmente para aprovecharnos con la máxima eficiencia como blancos de sus propios fines (que nosotros no supervisamos): fines como obligarnos (o tentarnos) a gastar nuestro dinero, a sumarnos a causas que nosotros no hemos elegido, o a convertirnos en objetivos de la próxima ronda de drones que entren en servicio.
En el fondo, la inclinación a presentar una maldición «disfrazada de bendición» es el rasgo constitutivo y definitorio de la actual tecnología del lavado de cerebro. La vigilancia en nombre de la seguridad de los vigilados es quizá su más emblemático y visible ejemplo. Permíteme que te cuente una experiencia propia reciente. Unos días atrás, tuve que hacer transbordo dentro de la misma terminal (la 5) del aeropuerto de Heathrow. En los pocos cientos de metros que separan la puerta por la que desembarqué del avión en el que había aterrizado de la otra en la que tenía previsto embarcarme para mi siguiente vuelo, tuve que pasar cinco (¡cinco!) controles de seguridad, cada uno de ellos equipado con parecida tecnología de vanguardia y cada uno de ellos similarmente humillante: las fotos poco favorecedoras, los registros corporales, la obligación de desvestirse parcialmente y de quitarse cinturones y zapatos, y de extender o levantar las piernas, etcétera. Al término de mi calvario, compartido con miles de víctimas más totalmente despojadas de los jirones de dignidad que les quedaban, vi un enorme cartel publicitario en el que los anunciantes tenían el orgullo de informarnos, con coloridas gráficas estadísticas, del reconocimiento que los usuarios del aeropuerto le habían otorgado a este, agradecidos por lo bien que cuidaba de su seguridad y su bienestar. Además de aquel cartel, había otros anuncios no tan amistosos con los usuarios, como, por ejemplo, «debe colocar su equipaje en el compartimento de encima de los asientos sin ayuda» o «llegar a la puerta de embarque con tiempo suficiente para embarcar» es responsabilidad suya (aun cuando los números de esas puertas se indicaban en los monitores con no más de veinte —o incluso menos— minutos de antelación sobre la hora de salida). Era obvio que se esperaba que los pasajeros acostumbrados a tragarse sin rechistar la primera de esas farsas estuvieran preparados para ver esas nuevas dificultades como meras manifestaciones del valor de uso del servicio.
Este ejemplo de lavado de cerebro es suficientemente habitual y evidente como para que haya sido puesto de manifiesto, descrito y dado a conocer por muchos; de hecho, resulta trivial hasta el punto de que ha pasado a ser ya algo aceptado como inevitable e imperioso. Nosotros, destinatarios de tal lavado, hemos dado un consentimiento colectivo al mismo firmando un cheque en blanco para el imparable crecimiento y perfeccionamiento de las tecnologías de vigilancia, camufladas bajo el disfraz de la «preocupación por la seguridad», aun cuando sean tecnologías usadas principalmente con fines muy alejados (cuando no totalmente desvinculados) de las preocupaciones por la seguridad. Hay, sin embargo, innumerables casos también de un tipo de lavado «indirecto» de cerebro o de técnicas de lavado de cerebro «por delegación», o lo que tal vez podríamos llamar la más reciente versión del «doble lenguaje» orwelliano (es decir, de la distorsión deliberada o la inversión indisimulada de los significados de las palabras), un procedimiento muy antiguo ya, cuya repercusión y cuya eficiencia sociales se han visto infladas y potenciadas por el giro, la densidad y el ímpetu sin precedentes en su despliegue. Un ejemplo que viene al caso es lo que recientemente vi en una pantalla gigante del aeropuerto de Schiphol, en Ámsterdam.
Fue algo que apareció en una de las numerosas pantallas gigantes que transmiten de forma continuada (las veinticuatro horas del día y los siete días de la semana) las «noticias» de la CNN. Fueran cuales fueren las «noticias» en cada momento, estas siempre eran interrumpidas cada diez minutos (más o menos) para dar paso a una cuña de autopromoción de la empresa en la que aseguraban a los espectadores de que «la CNN conecta el mundo». Entre tales interrupciones, se nos mostraban imágenes de una catástrofe en un sitio, un asesinato en otro, un juicio penal en otro más, una danza comunal en un entorno debidamente exótico, amén de rostros de toda tez y color hablando en escenarios más extraños todavía. La CNN no estaba conectando nada, y menos aún «el mundo»: solo estaba rebanando y dividiendo la imagen del planeta en un sinfín de fragmentos y pedazos inconexos y dispersos, mostrados durante periodos demasiado breves como para que tuviéramos tiempo de absorberlos (y no digamos ya de digerirlos), y descuartizando el tiempo vivido en una multitud de trocitos deshilvanados y desbandados. En ese fluir de imágenes y palabras no había continuidad ni coherencia y, desde luego, no había lógica. Voluntariamente o no, lo cierto es que una de las más destacadas y más seguidas compañías televisivas ha entrenado a sus espectadores para ver sin comprender, para escuchar sin entender y para consumir información sin buscar (ni esperar encontrar) su significado, sus causas ni sus consecuencias. La lección general que emanaba de aquella pantalla era bastante simple: el mundo es un agregado caótico, o un flujo que no cesa, de fragmentos desmembrados y dislocados sin apenas pies ni cabeza, y nada puede hacerse para que tenga sentido, y no digamos ya para que sea más penetrable a la razón o a intervenciones preventivas, correctivas o rectificadoras guiadas por esa razón.
El lavado de cerebro ortodoxo buscaba despejar el solar de vestigios de la lógica y el sentido anteriores, a fin de prepararlo para la construcción de una lógica y un sentido nuevos. El lavado de cerebro en la actualidad pretende mantener ese solar permanentemente vacío y yermo, sin dejar entrar en él otra cosa que no sea un desordenado batiburrillo de tiendas de campaña tan fáciles de erigir como de desmontar. Ya no es un ejercicio puntual con un objetivo determinado, sino una acción continua cuyo único fin es su continuidad misma.