La gloria eres tu: “Mi esposa”. Parte 2, Cap. 1
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Parte 2 – Capítulo 1
Mi esposa
Matilde es una mujer guapa que en apariencia tiene todo lo que cualquier esposa puede desear: un marido que la ama, buena posición social, suegra que la quiere como a una hija y dinero suficiente para viajar y darse gusto. Matilde proyecta tener una vida presente y futura asegurada. Han pasado tres años y hoy en nuestro aniversario se ha vestido provocativa y sensual, quiere celebrar a la luz de las velas con una cena que ordenó desde hace una semanas de los mejores restaurantes de la ciudad. Ella quiere hacer de la velada algo inolvidable, cree que una noche íntima y romántica para cualquier pareja enamorada resulta ser la celebración perfecta y sin duda, un heterosexual se habría estimulado hasta el delirio para satisfacerla con la pasión que ella deseaba.
Anhelaba vivir un momento fantástico enredándome con sus encantos y rompiendo nuestro acuerdo de no traer hijos al mundo. El año pasado cumplió treinta y tres y algo cambió para siempre en ella, su instinto maternal despertó con la fuerza de una hembra herida capaz de hacer hasta lo imposible para proteger la cría. Una tarde me confesó que estaba dispuesta a sacrificar su cuerpo escultural y su carrera con tal de ser madre. De la noche a la mañana se había obsesionado con el embarazo y no parecía importarle incumplir el compromiso que hicimos al casarnos. Su terquedad como si fuera adolescente me indignaba, sentía por ella fastidio y decepción, la quería a metros de mi cama y de mi vida. Esa noche Matilde se propuso contagiarme con el complejo de la paternidad como si dedicarse a criar hijos fuera la única y más importante tarea que se debe asumir en la vida. Mi decisión era inapelable, tenía claro, al menos eso creía, que no deseaba ser padre y que suficiente equivocación había cometido casándome como para agravar aún más mi condición.
Aceptar el papel de padre resultaba ser una misión inconcebible e inmanejable para mí. Llevábamos varios meses peleando por la maldita idea de la maternidad que la cegó hasta que consiguió que mi negativa se transformara en una probabilidad, quedando abierta para que de la noche a la mañana pudiera convertirme en padre. Quería ser una de las madres más felices de la tierra a costa de mi desdicha y sacrificio. Y yo, para ocultar mi rabo de paja me dejé enredar. ¿Qué disculpa podía darle? por qué un hombre creyente como yo, profesional y respetado socialmente no quería ser padre? Nunca creyó que traer un hijo al mundo sería una equivocación y hasta un pecado, no sería justo con la criatura exponerlo a la vida miserable y cruel que puede llegar a vivir cualquier ser humano en estos tiempos de degradación humana. Matilde es una mujer testaruda que consigue lo que quiere y nunca da su brazo a torcer. Obtuvo un nuevo acuerdo y para no correr riesgos propuso congelar mi esperma en una clínica en Nueva York.
Saliéndose con la suya aseguró que lo mejor era protegernos de un impedimento futuro inesperado como un accidente o incapacidad repentina. Creyendo que el tema de mi paternidad no era un acuerdo definitivo accedí a congelar mi esperma. Viajamos a la gran manzana y en pocas semanas traer un hijo nuestro a este mundo se convirtió en una opción viva y real.
Hemos disfrutado momentos de paz y aunque no era el marido más fogoso ni apasionado, aprovechaba que tampoco ella era una mujer experimentada en el sexo y me limitaba a complacerla de vez en cuando con alguna argucia sexual para que sintiera que estaba viviendo los mejores polvos de su vida. La noche de nuestro tercer aniversario que presagiaba ser romántica se convirtió en el detonante con el que iniciamos una guerra a muerte. La intención de Matilde era propiciar con sus encantos y seductora complacencia un momento de pasión inolvidable que la llevará a alcanzar el sueño de embarazarse y de paso arrastrarme a una condición indeseada.
No bastaba con la reserva de mi esperma en Nueva York, quería asegurar la concepción de manera natural. La suerte estaba echada y tanto ella como yo ignorábamos que nuestro aniversario sería más bien un anochecer con dolorosas revelaciones donde la pasión se convertiría en rencor y el amor en un desprecio eterno y desenfrenado con el que en adelante mi adorada esposa me haría la vida insoportable.
Desde la terraza de nuestro apartamento, situado muy cerca del acuario, se aprecia gran parte del exclusivo sector de Polanco en la ciudad de México. Vivimos en medio de un patrimonio arquitectónico moderno e iluminado por el cielo, sin embargo, a veces, nos sentimos invadiendo el mismo infierno. Afuera llovizna y Matilde asegura que nada más romántico que una noche de chaparrones para enamorados acompañados con la música de cuerda española que suena en cada rincón de nuestro hogar. Disfrutamos de una cena espectacular muy al gusto de mi esposa, reconozco que es refinada y detallista y no ha perdido el tiempo estudiando protocolo y etiqueta en escuelas prestigiosas. Yo no he roto la regla de que gay de closet que se respeta se casa con mujer bella y elegante. Bailamos, nos besamos sin duda su pasión alcanzó para los dos y entre copa y copa nuestros cuerpos se juntaron hasta que la situación se fue subiendo a un punto agresivo y el ambiente se hizo propicio para que fuera ella con su deseo a flor de piel la que me insinuara ir a la habitación. Con un tierno beso se levantó del sofá, diciendo:
– ¡En cinco minutos te espero en la habitación, tengo una sorpresa para ti! –
Respire hondo y levanté el pulgar derecho en señal de pacto:
– ¡Seremos la pareja más feliz del mundo! – dije
Coqueta, hermosa y balanceando su cuerpo fue desapareciendo por la escalera mientras sus labios húmedos por el coñac mojaron sus dedos con los que me envió otro beso hechicero. Aquel rostro de mujer enamorada, irradiando su decisión de ser mía una vez más me llenó de pavor, haciéndome beber perturbado unas copas más. No tenía ninguna duda, los tragos habían alborotado su libido y yo estaba forzado a cumplir con mis obligaciones conyugales. La única opción que me quedaba era utilizar el licor como combustible para persuadir mi hombría y responderle como un macho a mí mujer en la cama.
Era evidente que ella estaba dispuesta a celebrar nuestro tercer aniversario con un orgasmo memorable. Siendo una mujer tan atractiva estaba segura de conseguir sus propósitos engendrando un hijo con el hombre que adoraba. Lo que ignoraba es que el hombre que ella tanto amaba se enloquecía con los de su mismo sexo y prefería satisfacer sus instintos y fantasías sexuales con los encantos de otro varón.
Matilde no imaginaba que la naturaleza de su esposo se trastornó con un cuerpo masculino y vigoroso para complacer el torrente de pasión que lo envolvía. El tiempo corría en contra mía y tendría que subir a enfrentar con el mayor decoro mi tarea de esposo enamorado. Sin embargo, por unos minutos más, continué bebiendo para postergar así la prueba marital a la que estaba condenado. Necesitaba darme el tiempo para enfrentar con valor mi cruel y dura realidad. Pasaron más de diez minutos, con seguridad me obnubilé y con el jocosidad que producen unas copas de más, sin darme cuenta atravesé el umbral de la madriguera donde escondía mi verdad. Cuando entré a la habitación a medio iluminar Matilde no estaba. En ese momento un fuerte escalofrío recorrió mi cuerpo… antes de subir y dando por hecho que ella estaría esperándome en la cama, llamé de mi celular a Luca, mi amante, para pedirle que comprendiera mi situación de hombre casado. El me había dejado algunos mensajes insistiendo en pasar la noche juntos. Al no ver a Matilde en la habitación, la conversación telefónica con Luca minutos antes, me vino como lava hirviendo a la memoria:
– ¡Luca, mi amor!, ¡hoy es imposible para mí, entiéndeme, es mi aniversario y no puedo escaparme esta noche!”-
Le hablé con dulzura al hombre del que estaba enamorado y con quien desde hacía varios meses sostenía una relación clandestina. Luca, susurraba a través del teléfono palabras dulces y encantadoras con el tono ronco de su acento italiano que me cautivó desde el momento en que nos conocimos. A pesar de mis explicaciones y de las fuertes razones que le argumentaba, él insistía en reemplazar a Matilde para colmarme del placer que, según él, mi mujer jamás podría darme. Al otro lado de la línea se escuchaba de fondo una canción romántica que tarareaba y que me dedicaba entre risas y palabras impregnadas de morbo y complicidad.
Reímos y momentos después, mientras servía una copa y me preparaba para subir las escaleras, le respondí:
– Duerme solito, te prometo que mañana seré todo tuyo, recuperaremos nuestras horas perdidas-
Con esas palabras y otras más, ignoraba que no solo estaba saliendo abruptamente del armario, sino que acababa de revelar el gran secreto de mi vida, nada menos que a mi esposa. Descubrí que Matilde había escuchado una de las peores confesiones que un esposo puede hacer a su mujer. Era curioso, en el pasado me torturé imaginando cómo iba a encarar mi verdad si llegaba a descubrirse, o cómo revelaría de manera voluntaria mi homosexualidad para apartarme de esa cárcel matrimonial que enloquece. Me martirice inventando en mi cabeza la manera de disimular mi atracción hacia los hombres y cómo encubrirla. Ahora, sin prepararlo y sin sospecharlo, me había desenmascarado absurdamente con mis más íntimas y apasionadas afirmaciones. Bien se dice que “el pez muere por su boca”.
Nuestra vida que en apariencia era llevadera sufrió un cambio fulminante, mi destino dio rienda suelta a su andar, permitiendo que la fatigosa carga que me oprimía poco a poco se desprendiera salvaje y para siempre. En esos momentos de confusión me quemaba en un infierno, pero a la vez sentía que por fin iba a ser un gay libre, al menos eso pensé. La obsesión de Matilde por saber todo de mí la llevo a abrir la puerta del closet donde me mantenía pertrechado. Su estrella la iluminó haciéndola tropezar con una atroz realidad que le partiría el corazón en mil pedazos y de paso, transformaba para siempre la vida de los dos. Con la mirada clavada en la oscuridad de la noche desde aquel ventanal por donde seguramente Matilde quería lanzarme, pensé en el dolor que le estaba causando a la pobre mujer que cayó en mi trampa. Cuando abrí la puerta de la terraza para que entrara el aire se alcanzaba a escuchar el ruido de los coches y el golpe del agua cayendo en los tejados, observé a los paseantes de aquella ciudad cosmopolita que corrían para protegerse de la lluvia, codicie por instantes estar borracho igual que muchos en aquella noche fría donde todo es válido y la inconsciencia consume como en un letargo placentero en el que nada ni nadie importa. Esa noche el tiempo se había detenido en uno de los mejores y peores momentos de mi existencia, de la nada Matilde apareció observando con sus ojos verdes y desorbitados, un estupor se apoderó de los dos y tembloroso abrí la botella de coñac que apretaba entre mis manos. Bebí un sorbo largo intentando apaciguar el momento, la miré con la misma desesperación que ella lo hacía y deshonrado, no tuve el valor para defender una hombría que se había desmoronado ante sus ojos. No me atreví a inventarle una explicación para mitigar su desconcierto.
Estaba mudo y asustado, no fui capaz de prolongar la mentira que le produjo aquel brutal desengaño, quizá el peor que hasta el momento ella había vivido. Me pilló en un acto miserable, la engañaba y nada menos que con un hombre. Mi feliz esposa que durante largo tiempo estuvo convencida de haber unido su vida al hombre ideal, de esos que codician y aguardan de por vida algunas mujeres como ella, se endureció como una momia egipcia siendo yo su insensible embalsamador y el miserable que le había quitado la venda de los ojos. Le asalte su fe y su bondad, mancille su amor por la vida y el creer en ella y en el hombre de su vida, la ultraje y la destruí por dentro y por fuera. Me convertí en todo un miserable y no pude evitarlo, estaba descompuesta parecía muerta en vida. Con su mirada acusadora, un silencio sepulcral nos cobijó mientras ella se hundía en un oscuro y profundo abismo. Con mi actitud culpable y silenciosa fue suficiente para que Matilde pudiera comprobar que su hallazgo era tan real como la injusticia que se propaga a cada instante por el mundo. Su voz inundada de furia y ansiedad me dijo fríamente y con desprecio:
– ¡Bajé por la escalera de servicio a buscar las fresas y la crema que tanto te gustan y escuché tu miserable verdad, lo sé todo, absolutamente todo! –
“Ya me cayó el chahuistle”, pensé.
Matilde mascullaba palabras y maldiciones para darse razones tratando de encontrar una sensata explicación a semejante descubrimiento. Sentada en el borde de la cama sacudía con arrebato los pétalos de rosa que momentos atrás ella misma había esparcido entre las sabanas y almohadas acomodando el lecho que compartiría con el hombre de su vida. Con voz entrecortada y confundida, repetía entristecida y sin mirarme:
– ¡Qué has hecho!… ¿qué clase de persona eres? ¿cómo pudiste ser tan miserable? –
Me miró con desprecio, su cabello desordenado y la pesadumbre de su rostro desencajado me hizo sentir como el más despiadado de los hombres.
Ella, expresó entre sollozos:
– Pensar que creí haber encontrado el esposo perfecto, el macho de mi vida…el padre de mis hijos… ¡qué idiota he sido! –
Aquel rostro pálido transmitía una amargura inaguantable, en pocos minutos se había convertido en otra mujer. Su abatimiento lo decía todo, era la prueba irrefutable de lo mucho que Matilde estaba sufriendo. Quizá, fue esa honda frustración la que le dio fuerzas para reprocharme con mayor vehemencia:
– ¡El hombre al que le entregué mi amor y confianza resultó de rosca izquierda eres un miserable, infeliz, te odio! –
Lloraba con ira desmedida, su voz melodiosa de otros tiempos se convirtió en un gruñido venenoso con el que Matilde demostraba la rabia y desprecio que yo le provocaba. Sus lágrimas humedecieron los pétalos de rosas que ya estaban tan maltratados como ella. Con movimientos descontrolados los desparramó entre las sábanas y de repente haciendo una pausa me miró con profundo odio y me reprochó de nuevo:
– ¡Me traicionaste…y con un hombre! ¿por qué? –
En aquel momento horrible de los dos Matilde se cubrió el rostro con sus manos suaves y delicadas, con las mismas manos que innumerables veces me cubrió de caricias, su dolor se regó como el agua agitada de un río desbordado y confieso que verla llorar con tanto desconsuelo me hizo tambalear. No hubiera querido jamás causarle semejante aflicción y mucho menos, verla destruida. En esos momentos, quise explicarle mi calvario, mi propio dolor, pero no me atreví a decir nada. Ella estaba incontrolable y ninguna frase por más sincera que pronunciara la haría reaccionar, jamás me creería y era muy posible que tampoco fuera capaz de perdonarme. Súbitamente comprendí cuán contundentes resultan los hechos y que débiles pueden llegar a ser las palabras por más bellas y honestas que parezcan. De pie, petrificado y con un agrio nudo en la garganta, continué observándola.
Matilde se inclinó hacia la mesa de noche para sacar de la hielera de cristal la champaña con la que celebraremos los tres años de haber jurado amor hasta la muerte. Con ira incontrolada, retiró el corcho de la botella y con la misma cólera que le producía mi traición, el tapón voló rompiendo el aire denso de aquella habitación en penumbras. Mientras la oscura atmósfera nos ahogaba, parte del líquido espumoso la mojó suavemente como si desde el cielo un ángel protector acudiera en su auxilio para impregnarla con un poco de sosiego. Ansiosa y descontrolada empinó hacia la boca el pico del grueso y voluminoso frasco verde oliva para beber con desespero como si se tratara de un elixir capaz de refrescarle el corazón y embriagar su espíritu. Con horror observé lo que mi verdad estaba produciendo en ella, no era para menos, la mujer segura que me amaba se convirtió en una fiera enjaulada a punto de devorarme. Se levantó, me miró con desolación y siguió bebiendo un largo sorbo de champán, luego agarró una fotografía enmarcada de nuestro casamiento en la que ella aparecía vestida de novia y yo con un riguroso frac azul oscuro. La pisoteó con toda la rabia que le producía aquel mortal hallazgo y de pronto como si la champaña en vez de relajarla le diera fuerzas para incriminarme aún más, dijo sin quitar su mirada enardecida:
– ¿De manera que eres maricón de armario? –
Sin nada que temer ni ocultar y como si hubiera perdido la vergüenza y el poco respeto que le había tenido, le contesté con frialdad:
– ¡Desde ahora he dejado de serlo! –
Mi descarada respuesta literalmente la hizo trinar y aquella noche romántica que presagiaba ser inolvidable a la luz de las velas con las que Matilde decoró cada rincón del apartamento en que vivíamos se convirtió en una velada siniestra que revelaría nuestra nueva personalidad. Levantó con fuerza la hielera y lanzó su contenido contra mí, diciendo:
– ¡Eres el hijo de puta más asqueroso que existe! –
El agua helada de la vasija de cristal se impregnó en mi cuerpo como si el hielo derretido se hubiese fijado para siempre en nuestros corazones. Ella ignoraba casi todo de mí y jamás entendería que yo en realidad era una víctima de mi mismo y de la presión social. Era una víctima de mi propia cobardía que sin quererlo, me convirtió en un hombre mentiroso y pusilánime que prefirió como tantos otros, acatar una exigencia social que continúa juzgando inclemente una orientación sexual que no quiero ni se puede cambiar. Matilde mascullaba su dolor, mientras yo, perplejo frente al ventanal, inmortalizar mi habilidad para simular hombría. En un flashback vinieron a la mente los tres años que la engañé materializando sus fantasías de amor haciéndole sentir que no se había equivocado seleccionando su esposo. Por conveniencia, agradecimiento y cariño oculté a mis padres mi realidad sexual descubierta en la adolescencia y para evitar que la discriminación social me relegaba al oscuro rincón de maricón acomplejado, traslade con egoísmo los efectos nocivos de mi sexualidad encubierta, a una mujer cuya equivocación fue enamorarse ciegamente y casarse creyendo que se había ganado un premio mayor. Yo, lo que quería era convertirme en un talentoso cirujano y siendo gay abierto no lo habría logrado, al menos en ese momento. Desde que nos casamos me empeñe en demostrarle que hizo lo correcto y que su inversión como mujer había valido la pena al casarse con el hombre de su vida. Tenía la intención de que el matrimonio con Matilde funcionara y prometí no mirar ningún hombre ni tener relaciones extramatrimoniales, pero mi naturaleza homosexual se hizo cada vez más fuerte y rebosó quitándome el disfraz de varón heterosexual que lucía con tanta osadía. Quede al descubierto obligado a aceptar el destino incierto que ante mí se abría. Matilde era una de las profesionales encargadas de proveer ayuda psicológica a las niñas abusadas y violadas que llegaban al hospital donde trabajaba conmigo desde antes de casarnos. Imaginé el impacto que en adelante podría tener su propia experiencia en las terapias que ofrecía a las jovencitas por la desconfianza y nueva percepción sobre la condición humana. Sin duda, sería una amenaza en la eficacia y buenos resultados de sus tratamientos, y no era para menos, se había convertido en esposa traicionada de una manera muy agresiva.
Al cabo de unas horas me pidió que me fuera de casa. A media noche, en medio de la lluvia, salí sin pensarlo dos veces y sin llevar mi ropa convencido de que el tiempo se encargaría de relajar su alma y trazar el nuevo rumbo en nuestras vidas. Me fui con la actitud de un niño regañado sintiéndose culpable refugiado en la habitación de un hotel cercano al hospital que está dirigiendo.
Solo, tumbado en la cama mirando hacia el techo sentí algo indescriptible que jamás había vivido. Una sensación de independencia y tranquilidad se apoderó de mí y por primera vez mi espíritu y mi cuerpo se fundieron en una sólida y compacta armadura. Cuerpo y alma unidos en un ser auténtico y real, así deben sentirse los pájaros cuando les abren las puertas de la jaula y vuelan libres y sin rumbo. Quería buscar a Luca para desahogarme y platicar sobre lo sucedido, anhelaba conocer su opinión, refugiarme en sus brazos y perderme entre su cuerpo como tantas otras veces. Pero, necesitaba estar solo para pensar y decidir. Tenía que llenarme de fuerza espiritual y claridad mental, pues al fin y al cabo, mi nueva realidad era un acontecimiento positivo que debía trasladarme a un mundo real y transparente. A pesar de ser un hombre hecho no era muy derecho y cargaba miedos y complejos de los que ya debía haberme liberado para no seguir culpando a mis padres por haberlos adquirido. Aunque hubieran jugado un papel fundamental en mis decisiones, era hora de hacerme cargo de mis equivocaciones.
No tenía la menor duda que el segundo paso obligado quizá sería más doloroso que el que estaba atravesando, enfrentar a mi madre y descubrirme ante ella era algo todavía inimaginable para mí, no tenía el valor para mirarla a los ojos y abrir mi corazón contándole que moría por los hombres y que estaba enamorado de alguien maravilloso. Cuando pensaba en eso, un miedo con temperatura propia recorría de arriba abajo todos los rincones de mi cuerpo y no mostraba intención de abandonarme, sentía que la tierra me tragaba imaginando una conversación a solas con mi madre donde el plato fuerte fuera mi sexualidad. La vida me estaba poniendo en una encrucijada para salir del armario y tendría que hallar la misma firmeza y decisión que logran los que se suicidan después de haberle dado muchas vueltas a la soga. Definitivamente yo no estaba listo, a pesar de todo lo que estaba enfrentando seguía siendo un cobarde, una gallina madura ocultando su plumaje. Tengo que reconocer que salir del closet ante mi esposa fue como escapar de una prisión de alta seguridad en la que me hallaba incomunicado sin visitas ni compañías deseadas y alejado de todo contacto con aquellos con los que fantaseaba amores platónicos. En adelante sería un gay abierto y disfrutaría la relación con Luca, deseaba formar parte del activo e inmenso bosque homosexual esparcido por el universo. Tenía el sueño de integrar el mercado social y sexual donde la gente de ambiente como yo goza libremente su pasión y comparte sentimientos de amistad y amor. He vivido escondido ocultando la verdad y ahora el destino se apiadó de mí abriendo abruptamente el armario donde me estaba sofocando. Creyendo que la salida del closet sería mi mayor liberación, descubrí muy pronto que la herida provocada en Matilde me mantendría en el encierro con la misma vehemencia con la que había ocultado mi secreto.
Al día siguiente encontré una carta:
Miguel: No puedo ni quiero perdonar, en medio de un sufrimiento insoportable te escribo sin entender cómo fuiste capaz de involucrarme en algo tan miserable. No asumiste con valor tu homosexualidad ni te atreviste a vivir sin mentiras, no puedo entenderlo cuando medio mundo es gay. ¿Por qué casarse y esconderse? Si hubieras podido vivir libre y hacer una vida homosexual a tu medida. Al comprobar que eres mi marido en el armario me siento decepcionada de la gente y de los hombres. No alcanzas a imaginar el daño que me has hecho, espero algún día borrar de mi mente y mi corazón este momento tan desgraciado. Eres egoísta, inescrupuloso y cruel no quisiera volver a verte no sabes cuánto te desprecio. Pero no quiero abandonarte, tendrás que permanecer a mi lado, no voy a convertirme en la burla de nadie, ese será tu castigo. Hay que seguir la farsa, lo harás estoy segura, es fácil mentir para ti. Mi padre jamás te lo perdonaría y la sociedad que te conoce tampoco, por el bien de todos es mejor seguir unidos. En medio de la soledad que me atrapa, ahora más que nunca pienso refugiarme en un hijo y no necesito tu aprobación. Voy a ser madre. Fingiremos ser una pareja feliz y no me obligues a ver a tu amante, sigue haciendo tus porquerías lejos de aquí. Dormirás donde se te dé la gana, pero guardando las apariencias. Solo tengo sed de venganza, jamás te dejaré en paz.
Matilde