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La gloria eres tu: «Tentación» – Cap. 2, parte 1

La gloria eres tu: «Tentación» – Cap. 2, parte 1

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Por: Alessandra Sabatini

Capítulo 2


Tentación


Añoraba ser un homosexual abierto de los que viven sin secretos y la vida les fluye porque no tienen que lidiar con la presión social ni familiar. Si los juzgan o critican les vale gorro pasan de todo porque enfrentan la vida a su aire y sin temores, sin la angustia de que los descubran dentro de un closet matrimonial donde se vive estrujando la existencia. En Chihuahua no hubiera sido posible para mí destacarme en una profesión sin ser discriminado y mucho menos teniendo como hermano a un alto jerarca de la Iglesia. Para no enfrentar mi orientación sexual ante el mundo que me rodeaba preferí trasladarme muy joven a Ciudad de México a estudiar y aprovechar que mis padres insistían en que me educara en los mejores colegios y universidades del país. Viajé a España para culminar un doctorado y en uno de esos viajes me reencontré con Matilde, también de Chihuahua hija de un reconocido hombre de negocios de mala reputación que hizo todo lo que tuvo a su alcance para casar a su hija con alguien de buena procedencia como yo. Pronto entré en escena quedando preso y enredado porque reuní el perfil que mi suegro buscaba para casar a su princesa. Mis padres lo apoyaron y creyeron que estaban agarrando el cielo a dos manos. No habíamos comenzado la relación y ya la noticia de un compromiso sonaba por los rincones de la ciudad enlazando mis días a la vida de una mujer con una familia poderosa mexicana con esperanzas de contribuir a la sobrepoblación mundial con nietos que hereden la dudosa fortuna del abuelo. Nací en un mundo donde lo normal era rechazar a los homosexuales sin importar sus valores humanos o si era alguien profesional y talentoso. Ni imaginar salir a revelar tu verdadera orientación cuando eres un chico criado entre sermones religiosos que imponen y defienden el matrimonio heterosexual como única forma de unión permitida para conformar una familia. Lo importante es cumplir el mandato divino y concebir los hijos que mande el Todopoderoso, hay que seguir las normas familiares, sociales y religiosas aprendidas y vivir con el miedo del castigo por violarlas. Por toda esa presión y aislamiento mental terminé casándome con una mujer para cubrir mi orientación sexual viviendo en una apariencia que me mantuviera a salvo.  Decisión que ahora me está costando muy caro, ser pillado in fraganti nada menos que por la misma esposa es y será muy difícil de sobrellevar. Matilde juró no perdonar y se ha enfrascado en una feroz venganza de la que probablemente no podré escaparme, al menos pronto.


Dos años atrás.


Fui educado en el seno de un hogar católico, apostólico y romano, liderado por una madre creyente y la autoridad de un padre machista que se obstinó en sacar adelante la familia sin quebrantar su fe y costumbres heredadas de sus abuelos quienes se hubieran enorgullecido de tener a uno de los nietos como clérigo de la iglesia. Sebastián, mi hermano mayor, muy joven se convirtió en sacerdote y con el tiempo fue ascendido a obispo. Es probable que siempre haya sospechado que era homosexual porque en varias ocasiones quiso obligarme a casarme con mujeres que me convenía. Un día me preguntó:


– ¿Te gustan los hombres? –


Lo negué rotundamente, jamás lo acepté.


Hace dos años nos encontramos en Roma y aproveché para confesarle mi secreto, necesitaba desahogarme y encontrar una salida a mi problema. Le conté que no amaba a Matilde y que me gustaban los hombres, reconocí que le había mentido y que mi orientación sexual era más fuerte que cualquier deber social o moral. Me equivoqué creyendo que iba a despreciarme y que su vocación eclesiástica estaba por encima de los lazos de sangre que nos unían. Por la reacción fue evidente que esperaba la noticia.


– ¡Ningún secreto se puede esconder eternamente! –


Lo escuchaba en silencio muy relajado:


– ¡Algún día te saldrá a la cara tu pecado! – insistiendo que me vería obligado a responder por mis actos en el momento menos esperado.


Sus palabras retumbaban como una premonición y no podía arrancarlas de mi mente, reviviendo el pasado sentados en la hermosa fuente de los cuatro ríos donde mi hermano, mirándome inquisidor, estuvo frente a mí con su rostro impecablemente afeitado y despercudido hablando enérgico y con claridad. Estuvimos varias horas sentados en la Piazza Navona escuchando su discurso moralista y el cuestionamiento con el que intentó cambiar mi orientación argumentando que yo estaba confundido y que sus oraciones y mi disposición mental y espiritual harían el milagro y podría en adelante vivir sin pecar. Intentó tomar varias rutas para hacerme comprender que debía enfrentar mi vida con honestidad, insistiendo en que por haber nacido físicamente hombre debía vivir con los roles de un hombre. Citó varios episodios de su vida y de gente de la iglesia, me explicó las bases de la disciplina moral y las virtudes y cómo acabar con nuestros enemigos interiores. Ni sus nobles intenciones, ni la belleza monumental de las esculturas que teníamos a nuestro alrededor pudieron cambiar mi naturaleza que, según él, estaba perturbada.  Me hizo prometer que debía intentar hacer borrón y cuenta nueva. Mientras hablábamos yo tiritaba de frío, recuerdo que llegué a Roma ligero de ropa y un viento helado me sorprendió calando sin compasión mis huesos. Esa mañana demasiado fría para la época primaveral que comenzaba, no nos impidió caminar hacia la Basílica de María cerca de la Vía del Corso, la hermosa calle anclada en el centro de la ciudad que nace en la Piazza del Popolo y termina en la Piazza de Venecia frente al Campidoglio. No importa la época del año, la ciudad siempre vive atestada de gente que aprovecha para ir pavoneando sus grandezas y ocultando sus miserias.

En aquel lugar privilegiado de Roma, abracé a mí hermano Sebastián y nunca olvidaré su alegría al verme cuando bajó radiante de un coche lujoso, ordenando que lo recogieran al anochecer. Nos abrazamos con el mismo afecto de siempre y también como siempre, temblé al tener tan cerca su mirada escrutadora. Tengo respeto y gratitud por él, es una persona extraordinaria a la que le debo gran parte de mis éxitos. Me ha apoyado económica y espiritualmente y nunca se ha avergonzado de mí, aunque, estoy seguro, siempre sospechó que su hermano era homosexual. Quizá no podía negar que ese hermano, amaba a Jesús y poseía una fe inquebrantable. Por su fe en otros tiempos muchos se enfrentaron a leones y espadas adversarias, por la fe miles han recibido con alegría la muerte violenta, por mí fe, estoy obligado a enfrentarme a mí mismo, aceptarme y amarme porque nada lo prohíbe. Después del regocijo del reencuentro y observando con emoción, exclamó:


– ¡Estás igualito a la última vez que nos vimos! –


Devolví el cumplido y lancé un caluroso saludo:


– ¡Tampoco cambias, qué alegría verte hermano! –


En Roma nos perdimos por sus calles adoquinadas, arcaicas y encantadoras. Visitamos inolvidables maravillas culturales como la Fontana de Trevi, el Panteón y la Piazza de Navona, Sebastián participaba en un sínodo de obispos en el Vaticano en una asamblea precisamente buscando caminos idóneos que ayuden a fortalecer la disciplina eclesiástica, la fe y las costumbres de los fieles. Era tan inusual el frío aquel día que Sebastián no dudó en comprarme un jersey en el fastuoso shopping romano plagado de turistas.  Después de cinco años de no vernos y al saber que me encontraba participando en un seminario en Madrid, me propuso reunirnos en Roma, ciudad que me seduce por sus encantos singulares invitando a contemplar el mundo en su gran dimensión histórica. Roma obliga a sumergirse en el pasado de la humanidad y en la evocación de importantes genios que continúan apreciándose después de tanto tiempo como figuras inmortales porque dejaron al mundo sus tesoros artísticos más valiosos. Toda Italia parece un museo infinito e indestructible que ni el paso del tiempo le ha hecho perder su magnificencia. Allí, me sentí libre y pude deleitarme con la apariencia y la belleza, con la elegancia y la simpleza y el misterio que la envuelve.  Con mi hermano conversamos de su actividad como apóstol de Jesús y de mí matrimonio con Matilde, tratamos abiertamente y por primera vez, el tema de mi orientación homosexual.


– ¡La homosexualidad para cualquier hombre es contraria a la vida conyugal y a la vida de familia, y para un creyente como tú, no es virtuoso, sería conveniente que te alejaras de Matilde! – dijo Sebastián destilando autoridad.


Le respondí que los homosexuales también podemos construir una familia y le prometí que después de nuestro encuentro en Italia definiría mí situación lo más pronto posible. El, entendió que yo estaba subyugado por la presión social y la manera como había sido educado. Por la ascendencia que él mismo había ejercido sobre mí y por la fuerte autoridad e influencia que tuve de mis padres que siempre me impidió definir mi vida como la sentía. Ocultar esa realidad interior y mi pasión desbordada por los del mismo sexo resultaba muy difícil especialmente, existiendo esa variedad de manjares tan bellos al alcance de la mano. Encubrir eternamente el verdadero rostro del alma es casi imposible, no tengo duda que mis padres siempre supieron que yo era homosexual, sin embargo, fueron los primeros en respaldar mi decisión de casarme para esconder mi naturaleza gay y de paso, librarse de la vergüenza social que implica tener un marica en la familia. Sebastián en aquel momento, me alentó diciendo que unirme a una mujer en matrimonio era una buena decisión. Mi hermano y yo, siempre hemos mantenido comunicación y a pesar de los abismos conceptuales que nos separan nunca me ha rechazado ni ha dejado de interesarse por mi vida. Aquella tarde en Roma mientras conversábamos muy entretenidos, engalanados con la imponencia de la Vía Condotti y la Vía Frattina, reímos y añoramos momentos vividos en nuestra niñez, hasta que la charla amena se desvió por la fascinación y la magia que produce estar frente a la Piazza di Spagna con su escalinata de más de cien gradas y una multitud riendo, conversando y comiendo gelato. Dimos unos pasos más y ya cansados resolvimos hacer una pausa en una de las cafeterías de la Galería Alberto Sordi para saborear un delicioso capuchino italiano. Nos regocijamos con la dulce melodía que interpretan dos pianistas en un extremo del recinto. Después de una hora quizá, salimos de nuevo a la Vía del Corso, íbamos emocionados y exhaustos cuando nos detuvimos frente a un hermoso edificio en el que en mil seiscientos funcionó la librería de Vittorio, hoy convertido en un prestigioso hotel de los más codiciados del centro de Roma.


Ahí, Sebastián reservó una habitación para mí que contaba con todos los atributos de una suite de lujo y no un simple refugio como lo había descrito. Siendo miembro de la iglesia él se hospedaba en el vaticano y disfrutaba de privilegios y lujos literalmente caídos del cielo. Después de unos cuantos comentarios acerca de nuestras ocupaciones, mi hermano se despidió con la promesa de vernos bien temprano al día siguiente.

* Edición original disponible en Amazon.

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