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Regular las peleas de gallos desincentiva su práctica

Regular las peleas de gallos desincentiva su práctica

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Por Alejandra Vargas*

Es posible que la mejor manera de combatir y desincentivar prácticas crueles con animales, como las peleas de gallos, sea ajustarlas a la realidad de cualquier sistema de producción, sacarlas de la ilegalidad y también de sus argumentos románticos culturales.  Al dejar en evidencia que simplemente es un negocio (con bastantes irregularidades), el riesgo sanitario de sus malas prácticas y exigirles que se ajusten a lo que ya está escrito frente a bienestar y salud animal, tal vez nos acerquemos a una manera eficaz y ausente de debate que permita acabarlas de una vez por todas.

La idea de prohibir las riñas de gallos y otras actividades que emplean a los animales como parte de un espectáculo que en muchos casos se constituye de manera evidente en una práctica cruel destinada exclusivamente a un beneficio económico y a saciar un público que muestra rasgos psicopáticos no es nueva, pero de manera reiterada  se ha encontrado con obstáculos difíciles de derribar como el artículo 7 de la ley 84 de 1989, contenido dentro de los Estatutos de Protección Animal o con inconvenientes que tienen que ver con intenciones políticas, como el enfrentamiento entre tres senadores  animalistas que al radicar proyectos similares y buscar que sean sus propuestas las que prosperen (conteniendo básicamente lo mismo) han dilatado los procesos legislativos, ya que según la ley Quinta de 1992 sólo se permite la discusión de una iniciativa y no de varias que tengan el mismo propósito.

Frente a los obstáculos de ley, aparecen los argumentos de quienes derivan sus ingresos de esta práctica y la defienden como una supuesta tradición ancestral, además de declararse amantes de esta especie y los primeros interesados en protegerlos y  ante esta posición se levantan voces que los refutan y que exigen como un deber moral de la sociedad frente a los animales, parar el sufrimiento innecesario.

Los argumentos de ley están ahí y le corresponde a los miembros del legislativo encontrar dentro de esos artículos ya existentes la manera de hacer cumplir lo que de manera reiterada se ha mencionado frente a los animales: No someterlos a sufrimiento y tortura innecesaria.  Esa idea que parece tan básica y simple se enfrenta a la complejidad de los muchos tipos de relaciones que hemos establecido a lo largo de la historia con los animales.

Pero también es importante evaluar la posición de los galleros, iniciando por una de sus principales banderas en defensa de su actividad

¿Qué hay de cierto frente al argumento de la tradición ancestral? 

El origen de las peleas de gallos se ubica en Asia, siendo tal vez la actividad más antigua de domesticación animal, que posteriormente derivó en la crianza de estas aves para postura y carne.  Desde allí se introdujo en  el continente Europeo con gran popularidad, hasta  llegar a convertirse en una actividad emblemática de los griegos, que posteriormente heredaron a los romanos.

El viaje hacia América Látina desde luego inicia desde España, pero los ingleses también eran fanáticos de esta actividad, así que también era parte de las tradiciones que llegaron a Norte América, teniendo Estados Unidos entre sus políticos más importantes a dos reconocidos galleros: Abraham Lincoln y George Washington

Durante la colonia, los virreinatos impusieron la crianza de aves y ya para el siglo XVIII los cronistas registran las riñas de gallos.  Para el siglo XIX, estas peleas eran de los pocos “eventos” en los que podían participar los habitantes de la Sabana de Bogotá  y era una actividad de involucraba a todas las clases sociales.  Para intentar establecer si por sus raíces, la pelea de gallos cabía entre las actividades que podrían argumentar ser patrimonio, el antropólogo David Gómez se introdujo en el mundo de los galleros y en un trabajo que contó con la financiación del Instituto Distrital de Patrimonio Cultural concluyó que cumplía con los requisitos para ser declaradas como Bien de Interés Cultural.

En palabras del investigador “Las riñas de gallos, legales en Bogotá, son importantes espacios de socialización en los que se ponen en juego elementos como el honor, el prestigio y el estatus de los asistentes, y se escenifican diferentes elementos de la cultura popular y festiva bogotana. No son dos gallos peleando, es la vida de quienes ahí se juegan el destino, su suerte; vida que florece y fenece entre cuchilladas y sangre. Este conjunto de imágenes son la impronta de la fiesta que vive al hacerse más cercana a la muerte.”

El patrimonio cultural aporta valores positivos a la sociedad

El argumento desde luego ha sido debatido porque para que algo sea considerado como patrimonio cultural, debe aportar algo a la sociedad y ese aporte debe ser positivo.  El simple hecho de congregar personas y de su antigüedad no basta, ya que es un acto violento, sangriento y claramente, un negocio y es imposible identificar algún beneficio directo o indirecto para el animal que combate.  A eso se suma el  hecho evidente de ser una actividad traída por los colonos, que carece completamente de mestizaje cultural y que en aquellos países de dónde se trajo a América, ya es una actividad prohibida.

El argumento sobre el temperamento del gallo

Otro argumento que se esgrime en defensa de la actividad es el temperamento del gallo.  Los criadores afirman de manera categórica que es un animal absolutamente violento que aún en estado libre, peleará hasta matar a todos sus oponentes arriesgando su propia vida, argumento bastante contradictorio frente a la evolución y frente al número de aves existentes.  Sin embargo es importante saber cuál es el trasfondo de este argumento:  ¿Es posible que una especie esté destinada al auto exterminio?  De ser natural  su conducta ¿por qué los entrenan desde jóvenes, los aíslan de otros gallos previo al combate y les restringen el alimento y  el agua?  ¿Por qué es necesario buscar el “instinto asesino” si supuestamente es parte de su naturaleza?

Las razas de aves de pelea efectivamente son muy territoriales y agresivas, pero en condiciones naturales, lo que busca esta actitud es intimidar al oponente hasta expulsarlo de su territorio.  Algunos ejemplares van más allá y sostienen la pelea arriesgando su vida y a esta actitud es a la que los criadores llaman “casta” y es a partir de este tipo de animales que se han seleccionado las razas de combate.  Además de ser entrenadas por largo tiempo, las aves serán sometidas a la amputación de sus crestas y barbillas para evitar que sean presas fáciles, serán tusados y su espolón será cubierto con elementos que actúan como armas, adicionalmente, algunos galleros usan sustancias ilegales que incluyen estimulantes y hormonas.   Hasta aquí, empezando por la selección artificial, no parece que nada de esto surja de la naturaleza del animal.

La falta de regulación

En el manejo sanitario de las razas de pelea, parte de su no regulación, se debía a que supuestamente sus criadores tenían unos pocos animales que no eran cubiertos bajo la normativa que indica que todo predio que posea más de 200 animales debe certificarse como bioseguro y prácticamente eran vistas como aves de traspatio (Resoluciones ICA 3650, 3651 y 3652 de 2014)

La gran sorpresa es que frente a los nuevos proyectos de ley que buscan nuevamente la prohibición de esta actividad, el gremio se manifestó dejando en evidencia datos importantes: las cifras presentadas nos hablan de una actividad económica y pecuaria que requiere ser regulada de manera urgente desde el punto de vista sanitario, laboral y económico. 

Dicho por Campo Elías Manotas, presidente de la Federación Nacional de la Gallística en Colombia, Fenagaco: “En Colombia existen 1.123 municipios, de los cuales en 1.100 hay presencia de gallos finos combatientes colombianos. Se estima, más o menos, que existen unas 7.700 galleras y 27.500 gallerías. Esto representa, para el empleo colombiano, 125.000 empleos directos, y 165.000 indirectos”, mientras que otros miembros del gremio manifestaron que “esta es una actividad que le genera cerca de $4 billones anuales para la economía del país” y varios de ellos han manifestado en redes que el censo avícola para animales de pelea es de millones, mostrando incluso sus granjas donde crían hasta 500 animales o más.

Por eso la mejor manera de desincentivar estas prácticas sea ajustarlas a la realidad de cualquier sistema de producción, sacarlas de la ilegalidad y también de sus argumentos románticos culturales.  Al dejar en evidencia que simplemente es un negocio (con bastantes irregularidades), el riesgo sanitario de sus malas prácticas y exigirles que se ajusten a lo que ya está escrito frente a bienestar y salud animal, tal vez nos acerquemos a una manera eficaz y ausente de debate que permita acabarlas de una vez por todas.

* Médica veterinaria. Universidad Nacional de Colombia.

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